por qué estuve en los dos bandos - Alberto Zamuner
 
 
 
El marxismo y el tener la verdad

Lo que había comenzado como el puro afán de rebelarme, de sumarme a una marea social en marcha, dio paso al estudio acerca de en qué consistía todo aquello.
En algún momento comencé a leer a Marx.
Lo que hasta entonces era una escena en mi mente, el día en que triunfaríamos y daríamos origen a un mundo nuevo, se interrelacionó, y se fortaleció, con el pensamiento en términos económicos.
Me encontré con la explicación de cómo las innovaciones en los medios de producción disminuyen la necesidad de trabajo humano; de cómo los que habían sido artesanos o pequeños fabricantes se convierten en asalariados; de cómo la menor necesidad de trabajo sigue desechando asalariados y de cómo se llega a la paradoja de que una mayor capacidad productiva genera dramas en vez de satisfacciones.
Lo que no vi en las obras que leí, o tal vez fue poco visible durante la vida político-literaria de Marx, es la idea de que la disminución de necesidad de trabajo humano para producir un determinado producto puede generar un efecto distinto del empobrecimiento, la desesperación y la necesidad de cambiar todo.
Marx no parece considerar lo que con el tiempo sucedería en las sociedades más industrializadas: la capacidad productiva desalojada, consistente en personas que pueden trabajar y en dinero que puede alimentar actividades, no queda desaprovechada de una vez y para siempre: tarde o temprano se desplaza hacia la fabricación de productos que antes no existían. De ese modo, aunque por el camino haya convulsiones, crisis y desórdenes, el dinero que se ahorran los consumidores al comprar a precios menores les servirá para comprar los nuevos productos creados por esa capacidad productiva que había quedado ociosa. El resultado es que surgen nuevas empresas y nuevos empleos para ofrecer más variedad de productos, y el efecto de tener acceso a más variedad de productos no es la supuesta desesperación que lleva a una revolución, sino una sociedad en la que casi todos acceden a más abundancia.
Tal vez este efecto sería más visible en etapas posteriores. Pero los escritos más difundidos de Marx predicen un panorama en que la industrialización genera un empobrecimiento que no puede producir otro efecto que la insurrección de los desposeídos.
Tal vez este pronóstico haya sido poco discutible en tiempos de Marx; pero lo fue más en épocas posteriores.
De todos modos esa discusión no nos importó a nosotros. Nos aferramos al presagio catastrofista de que la industrialización llevaría inevitablemente a la revolución social, porque era lo que más nos gustaba, lo que más coincidía con el modelo de futuro que estábamos incorporando a nuestras vidas.
Esa presunción de un futuro con productos cada vez más baratos, pero con gente cada vez más imposibilitada de obtenerlos, enciende un acto de rebelión instintiva y mental, que lleva a decirse que, como más productividad tiene que significar más abundancia, lo que hace falta es organizar la sociedad de otra manera.
Y esa otra manera debe consistir en que las máquinas no trabajen en un mundo dividido en propietarios y asalariados, que no sean de unos pocos sino de todos. En una sociedad sin clases no producirían otra cosa que un beneficio generalizado y permanente.
Dejaría de tener valor el concepto de derecho a la propiedad, e incluso dejarían de importar las leyes de esa sociedad en crisis, si lo que estaba en juego era el futuro de la humanidad.
Los actuales dueños de las máquinas tratarían de evitar esto; pero, al decir de Marx, ellos mismos habían ya dado origen a sus propios sepultureros. Esa inmensa mayoría de seres que dejaron de ser necesarios para producir, pero no dejaron de necesitar alimentarse, terminarían necesariamente forzados a derribar el viejo orden.
El sistema basado en la propiedad privada de los medios de producción no solo desaparecería porque había un modo mejor de organizar la sociedad; desaparecería porque llevaba a cada vez más gente a la desocupación y a la desesperación.
Esa concatenación de pensamientos nos llevaba a dos conclusiones: 1) la revolución era indispensable para transformar el mal en bien; 2) la revolución era el destino hacia el que se dirigía inevitablemente el mundo civilizado.
Con este escenario en la mente, era prácticamente imposible preocuparse por otra cosa. Todo lo demás dejaba de tener sentido.
El interrogante sobre si ese esquema de Marx era necesariamente la verdad o constituía una interpretación entre otras, discutible cuando se consideraban más factores, no existía para quienes experimentaban ese encuentro con sus ideas en condiciones similares a las mías.
Había por lo menos dos razones subjetivas.
Cuando alguien con vocación de pensar se introduce a un campo de conocimiento que no conocía, cuando pasa de escuchar simples lamentos sociales a leer un análisis con pretensión científica, el primer autor que le presenta algo así lo entusiasma, casi lo enamora. Y esto no sucede porque sea el mejor, sino porque es el primero, y es por el momento el único que conoce. El aspirante al conocimiento queda extasiado por esa apertura al mundo y por quien se la presentó en primer término, y casi sin proponérselo queda aferrado a esas ideas.
La otra razón es que en una determinada etapa de la vida, quien comienza a embeberse en los problemas del mundo reacciona deseando impaciente y casi apasionadamente una solución. Y si un conjunto de ideas, o una propuesta, le dibuja en el horizonte una solución, se adhiere a ella porque es lo que buscaba. No importa si ese esbozo de solución es sensato o posible; importa que a partir de entonces se puede ir por la vida sintiendo que allá adelante hay una solución.
La vida es mejor, o parece serlo, cuando se está convencido de que va a ocurrir lo que tenemos ganas de que ocurra. Esa es la causa por la que, con o sin conocimiento, la gente elige cualquiera de las múltiples creencias que le pintan un futuro mejor.
Como esta interpretación de la realidad satisface nuestro deseo previo, nos autoconvencemos, como se autoconvence todo el que adhiere a alguna creencia, de que eso que leemos es verdad; más todavía: de que es la verdad; y discutimos lo que sea contra quien sea para afianzar con la mente eso que eligió el sentimiento.
Pero en algún momento, cuando se es capaz de parar de pensar y de mirarse mejor a sí mismo, es posible vislumbrar un porqué más determinante. Más de una vez me di cuenta de que imaginarme esa sociedad futura no me despertaba tanto entusiasmo. Mi mayor satisfacción, mi verdadero motivo por el que estar ahí y no aceptar otra posibilidad, era el puro acto de levantarme contra lo establecido y contra sus defensores; era una simple y desnuda elección entre valentía y cobardía.
Saber que decidía eso me despertaba una satisfacción, una plenitud sin razonamientos ni argumentos. Me veía plantando cara ante el mal y ante el peligro, y sabía de algún modo inexplicable que nada podía haber en la vida mejor que eso.
Debe ser lo que habrán sentido todos los que se incorporaron por decisión propia a una guerra. Es elegir la dignidad en lugar de la indignidad; es sentirse insuperablemente bien por lo que se decide. Eso deja en segundo plano toda consideración sobre en qué bando se está y por qué motivo.
Tal vez millones de combatientes, a través de miles de años, hayan sido más movidos por ese elegir la dignidad que por la utilidad de la guerra que les tocó. Tal vez eso explique aquello de que los hombres se cansan de todo, excepto de la guerra.
Si el marxismo nos presentaba un panorama de solución definitiva a los problemas sociales, por la vía de un también definitivo enfrentamiento, cumplía perfectamente la función de respaldar aquel sentimiento puro y abstracto de rebelarse.
Es posible que lo hayamos considerado verdad porque teníamos ganas de rebelarnos, y nada más.
Mucho después, habiendo visto y vivido mucho más, me convencí de que la gente no suele pensar lo que piensa porque haya probado que es verdad, sino porque se siente mejor con esa idea que con otra.
Excepto los espíritus muy científicos, todos los otros eligen de esa manera.
Como unos se sienten bien contando sus ganancias; como otros se sienten bien rezando en una iglesia o alentando a su equipo en un estadio, yo me sentí bien con el marxismo, sus explicaciones y sus propuestas.
Era lo que en ese momento quería vivir.